miércoles, 1 de julio de 2009

Marruecos

Recordar es vivir, por ello al ver este cúmulo de videos hechos en el Magreb, decidí unirlos y darles un poco de musicalidad.


Fueron tan sólo diez días en el reino de Mohamed VI, tiempo poco suficiente para adentrarse en una cultura milenaria. Sin embargo, queda en nuestra memoria aquel primer y destellante deslumbramiento por una civilización tan rica y distinta: El Islam.

Cruzamos el Mediterráneo desde España por medio del ferri Tarifa-Tanger. Pisamos por primera vez África el último día de enero. Deambulamos por estrechas callejuelas, fuimos cínicamente increpados por falsos guías de turistas y excelentes vendedores que nos hicieron comprar lo que nunca imaginamos adquirir.

Conocimos Rabat, la gran capital; encontramos en ella la más bella y genuina hospitalidad de un joven marroquí que nos orientó y explicó detalles propios e interesantísimos de su cultura. Visitamos ruinas arqueológicas, el Palacio Real y tomamos té de menta al menos tres veces al día.

Mi hermano sufrió por una bacteria que surgió inexplicablemente en su pie, tuvo una dolorosa hinchazón que se expandía sin control. Tuvimos que buscar un médico que nos auxiliara y, nos confesara con toda sinceridad que aquel padecimiento "era grave", por lo que "el Bodo" necesitaría un reposo absoluto de cinco días. Lógicamente Sebastián en su eterna rebeldía, desacató su sugerencia y sólo se encerró en el hotel por media tarde.

Exploramos Fez, una ciudad mágica de laberínticas calles y parajes inolvidables con centenares de comerciantes. Aquel Marruecos tradicional nos dejó perplejos, conocimos talleres artesanales, esos antiguos gremios que luchan contra la fabricación industrial. Experimentamos la famosa gastronomía magrebina como su cus-cus, tanjin, exquisitas sopas de verduras y cabeza de cordero.

Visitamos Ifrán, pueblo perdido en la cima de los montes Atlas. Caminamos por sus nevadas y hermosas colinas que dejaban entrever decenas de mezquitas diseminadas en un blanco panorama.

Pasamos por Méknes, ciudad amurallada de gran belleza. Recorrimos airosos sus plazas, su mausoleo, su madrasa, y una prisión de cristianos que resultó ser un fiasco.

Queríamos ir al desierto y llegamos a Kenifra, un pueblito bicicletero en el centro del reino. Nos hospedaron dos marroquíes gays que contectó mi hermano por couch surfing, pero el resultado no fue muy grato, ya que en realidad los misteriosos chicos eran cazadores de turistas engreídos que tenían más interés en nuestra billetera que por nuestra presencia. Astutamente escapamos de sus garras y partimos rumbo a Marrakesh.

La gran ciudad roja de Marrakesh nos cautivó con su enorme plaza central llena de vendedores de reliquias, comida variada, encantadores de serpientes, monos amaestrados que fumaban, cuentacuentos y aquel peculiar megáfono que sonaba en las mezquitas entonando los versos del Corán para convocar a los creyenes a la oración.

Marrakesh fue el lugar de nuestra despedida. Malacopa regresaba a Sevilla, mi hermano a Barcelona, y yo partía nuevamente a Dublín. Ahora todo lo que queda son bellos y mágicos recuerdos.

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