sábado, 22 de agosto de 2009

Reflexionando sobre la otredad

Vengo regresando de ver una película altamente recomendable del director alemán Tom Schreiber, quien retrata un tema que en los últimos años me ha venido apasionado: las relaciones interculturales.

La trama versa sobre el arribo de un entusiasta estudiante alemán (Mark) a Colombia para realizar prácticas profesionales de medicina. El protagonista tiene el deseo de internarse plenamente en la sociedad colombiana, pretende ser un individuo universal que pueda comprender y criticar el esquema social prevaleciente, adaptarlo a sus principios y, al mismo tiempo, intentar vivir intensamente cada momento de esta experiencia foránea atenida a cierta temporalidad.
Mark quiere vivir con vehemencia sus días en Cali. ¿Qué puede importar lo que haga en Colombia? allá nadie lo conoce. Desea vivir sin prejuicios, y en su intento por adentrarse en la vida de los otros, se deja seducir por placeres; los experimenta, los goza. Pero como es predecible, genera en su interior una carencia, un vacío. Ahí comienza su delirio, su deseo de consolidar un proyecto de vida, forjar sentimientos profundos, añoranzas por no continuar a la deriva; y claro, terminará por enamorarse de una mujer de un barrio pobre que poco a poco Mark irá idealizando. Terminará así con su libertinaje y consolidará su nuevo y flamante objetivo de arraigo que, finalmente, se transformará en el ancla que lo arrojará a la desgracia y sufrimiento.

Divagaré un poco. La vida puede pensarse como una casualidad constante, una realidad cambiante en un devenir incierto y, en ese caminar, nunca habrá de faltar el factor humano. Las otras personas determinan, en gran medida, la dirección de nuestro actuar. Personas que proyectarán un sentido a nuestra existencia.

Resulta casi impensable sesgar el anhelo de trascender en el otro, querer involucrarnos en su existencia, apropiarnos de su exclusividad. La pregunta me consterna, ¿Por qué…?

¿Por qué el ser humano trata de recubrir de misticismo la casualidad?, ¿Por qué se absolutiza “al otro” como parte fundamental de nuestras vidas?, ¿Por qué querer compartir nuestra proyección futura con alguien más?, ¿Por qué esta alienación...?

Octavio Paz plantea la problemática en estos bellos versos de su poesía “El Prisionero”:

"El hombre está habitado por silencio y vacío.
¿Cómo saciar esta hambre,
cómo acallar este silencio y poblar su vacío?
¿Cómo escapar a mi imagen?
Sólo en mi semejante me trasciendo,
Sólo su sangre da fe de otra existencia"

La otredad: ese es el tema, el gran misterio. Nos sabemos individuos únicos, conocedores de nuestra potencial explosión ante el mundo. Sabemos nuestros propios gustos, elucubramos reflexiones que no compartimos, de esas que se callan y la memoria almacena para mantenernos felices o tristes sin que “el otro” comprenda la razón. Todo eso que pasa por nuestra mente se vuelve un misterio al inferir que también ocurre “en el otro”, quien al igual que nosotros navega en un eterno vaivén sentimental, donde las emociones pasan y se diluyen, donde el discurso aflora mientras la conciencia enmudece.

Surge así el interminable e irrealizable empeño de querer conocer al otro en plenitud, de desear armonizar y consolidar la certeza de sus avatares. Sabemos que es imposible, que todo es cambiante; no obstante, entre más misterio existe en el otro, más nos esforzamos por interpretarlo. Y en ese esfuerzo fútil puedo encontrar la más bella y estúpida de las alienaciones: El amor.

Octavio Paz concluye en su poema:
Entre las sombras que te anegan
otro rostro amanece.
Y siento que a mi lado
No eres tú la que duerme,
Sino la niña aquella que fuiste
Y que esperaba sólo que durmieras
Para volver y conocerme.

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