viernes, 19 de diciembre de 2008

En Chicago.


Heme aquí, una vez más en los Estados Unidos, detenido en la tercera ciudad más importante de la unión con la frustración de tener poco tiempo para conocerla. Veo por la ventana un hermoso paisaje nevado, todos los automóviles cubiertos de blanco y la tarde languidece lentamente. Hace dos horas tuve que vivir la nada agradable monserga aduanera (que he de confesar, siempre me causa un ligero nerviosismo) y los exagerados métodos de seguridad que llegan al extremo de retirar los zapatos. Mi inglés hasta ahora ha sido poco útil, finalmente el aeropuerto está tan bien diseñado que es fácil dejarse llevar por las simples indicaciones. Una maquina de internet rápido me robó cinco dólares y el personal de Mc Donalds en un aparente descuido intentó darme menos cambio del que me correspondía al pagar una raquítica Big Mac. Ya cometí el primer error, olvidé traer conmigo la dirección y el teléfono de Sebastián. Afortunadamente en mi correo electrónico hallé lo que buscaba, todo gracias a una afroamericana cordial que me facilitó su computadora para acceder a internet, ya que todas las conexiones inalámbricas piden clave de ingreso.

Me encuentro con una amplia incredulidad, no puedo concebir aún la dimensión de una estancia en el extranjero tan prolongada. Solamente hace unas horas estaba despertando en casa y abrazaba a mi papá y a mi hermana antes de ir rumbo al aeropuerto con Bertha. Hace dos días departía alegremente con mis amigos más entrañables y vivía una rutina llena de vicisitudes pero a fin de cuentas memorable. Ahora me encuentro en Chicago, a solamente dos horas de partir a Dublín, a diez horas de reencontrar a mi hermano, a ocho meses de volver a casa.

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