Nayarit poco figura en la historia nacional, la gente del centro raramente escucha algo relacionado a él, simplemente es lejano, pequeño y poco relevante. De ahí su encanto.
No pensaba siquiera ir a Nayarit, confieso que tampoco lo ubicaba muy bien en el mapa, pero los consejos de un gordito bonachón llamado El Fish, me animaron a conocerlo y lanzarme, por así decirlo, a lo desconocido.
Me acompañó el dúo belga Dorís-Hanne, con ellas abandoné Guadalajara y partí rumbo a Tepic por la noche. Llegamos a la impopular capital, la recorrimos en menos de una hora, ya que seguramente se trata de una de las ciudades-capital más pequeñas de la federación. Y así, casi a manera de tanteo, encontramos un hotelucho-pocilga que no costó más de 200 pesos por los tres. La regadera era inmunda, todos nos resistimos a tomar un baño por la mañana y salimos con la misma ropa a dar el rol por la ciudad. Poco hay que hacer en Tepic, ya se imaginarán, dos placitas sin gracia, una para su catedral, otra para su palacio de gobierno, en el que, sin temor a equivocarme, vi el mural más feo que haya encontrado hasta ahora, imagínense el tamaño del contra sentido: la imagen central era Emiliano Zapata (el más renombrado líder indígena que haya existido en el país) pintado con ojos azules. ¡Por la corona de espinas de Jescucrito! ¡Blasfemos!...
En fin, en cuestión de un par de horas abandonamos Tepic. Nuestro próximo destino: Santa María del Oro, un pueblito montañoso que se encuentra próximo al volcán homónimo. Tomamos nuestros primeros aventones en Pick-up, de esos que te hacen sentir más aventurero. Llegamos a un mirador para echar tranquilamente la fresca y meritoria chela, y después de reposar, descendimos hasta la bella laguna que yace en un cráter volcánico. Los hospitaliarios lugareños nos indicaron el lugar ideal para acampar y colocamos La Murciana (nombre de mi casa de campaña) a unos dos metros al borde del agua, dejamos en ella nuestras pertenencias y caminamos por un carreterita que bordea todo el cráter. Casi no había población, sólo algunos restaurantes que vendían la especialidad del sitio: chicarrón de pescado. Antes de comer, y ya con el ímpetu exaltado, decidimos bañarnos en la laguna; era precisamente lo que buscábamos, un sitio sin contaminación e incluso con fauna. Oh, que amenas horas aquellas, estuvimos nadando hasta que la tarde comenzó a languidecer. Volvimos a la casa de campaña, nos cambiamos la ropa húmeda y salimos nuevamente, esta vez a cenar y a ver las estrellas, el cielo era tan nítido que tuvimos la fortuna de ver una lluvia de éstas.
Al día siguiente partimos, esta vez con dirección a la playa. Fue un día gracioso, especialmente por los aventones que nos recogieron en la carretera. Primero fue una Pick-up que, por consecuencia lógica, no permitió el contacto con el chofer. El segundo aventón sí fue muy memorable, se trató de Armando, quien después fue rebautizado por mis compañeras belgas como “El hombre vulgar”, que para mí, y debo confesarlo, desde un inicio fue muy simpático, con un típico humor mexicano, medio libidinoso, con comentarios medio cochinones, pero finalmente divertido. Armando nos llevó a una barbacoa deliciosa y nos platicó muchísimo de su vida, incluso detalles ya demasiado íntimos para un primer encuentro. Hanne desde el comienzo se sintió incómoda y lo tildó de machista; para mí era claro que sólo quería hacerse el chistosito y nunca fue ofensivo, únicamente un fiel reflejo de la mentalidad mexicana. Pero eso sí, fue un PERSONAJE, así, con mayúsculas.
Armando nos dejó en un pueblito que se llama Chapalilla, desde ahí tuvimos que buscar el aventón definitivo hasta el mar; pero mientras eso ocurría, el debate sobre la vulgaridad de Armando se acrecentó. Hanne arremetía constantemente con el tema del machismo, y yo, al ver que esto de los aventones les había incomodado, les decía que la mayoría de los mexicanos eran así, y que, como regla general, los únicos que dan aventones son hombres. En eso, como si de una broma del destino se tratara, se detuvo una bella mujer de blusa negra y lentes enormes para ofrecernos aventón. -¿A dónde van chicos?- preguntó, a lo que Hanne respondió con fuerte acento extranjero – A la playa-, y la mujer guapetona con una idílica sonrisa nos dijo –Pues ya se rayaron, súbanse, que yo voy hasta Puerto Vallarta.- ¡Órale! Subí a su pequeño auto y lo primero que vi en mi asiento fue una botella vacía de cerveza tamaño cahuama, después otras dos latas vacías a mis pies y una más aún llena en el portavaso que la chica bebía de vez en cuando. ¡Órale! (por segunda vez), seguimos con la ruta. Rápidamente entablamos una amena conversación sobre rock, la verdad yo sabía poco, por lo que dejaba que ella hablara y hablara. La carretera era hermosa y al lado de ella aún más. Paramos a medio camino a comprar más chelas, el calor era agobiante y esos sorbos de cebada fermentada y fría sabían a gloria. Poco después, Andrea (así se llamaba) me preguntó –Luis, ¿tu fumas mota?- ¡Órale! (por tercera vez), yo me alcé de hombros y dije, -Sí, esporádicamente-. La plática continuó. Minutos después, mientras más íntima se volvía la conversación, ella sacó un churro y me lo ofreció, ¡cómo negarme!, le di un par de toques y aquel trayecto carretero devino una chifladura reflexiva. Andrea tenía excelente música, la carretera estaba llena de verdor y la plática interesante y elocuente. De la manera más amable, nuestra nueva amiga rockera nos recomendó Sayulita, una playa de surfistas y hippies donde sí podíamos acampar. Alea iacta est, obviamente ahí nos quedamos.
Instalamos La Murciana con particular alegría, la arena siempre ha sido mi sitio favorito para acampar. El sonido del mar, el atardecer, la atmósfera hippie y el efecto remanente que me seguía desde el automóvil de Andrea me hacían sentirme en un verdadero paraíso. Casi de manera instintiva entré al mar, el agua estaba deliciosa, las olas un poco agitadas pero a fin de cuentas agradables. Las belgas decían que nunca habían visto unas olas “tan agresivas”, pobres de ellas, tenían como única referencia el frío Mar del Norte y nunca habían experimentado un relajante baño de mar. Ya al atardecer, decidí correr de punta a punta la playita, en realidad era hermosa, al cruzarla imaginaba lo plácido que sería vivir ahí, con ese paisaje tan chevere que prácticamente inclina a una vida saludable con ejercicio y surf, un mundo relajado con rostros sonrientes y juguetones. Algún día viviré en el mar, ya lo he decidido.
Dimos una vueltita por el sitio, no lo había notado pero casi todos los turistas eran gringos. Sayulita es uno de esos lugares que tiene precios en dólares y las cartas de los restaurantes en inglés. De hecho era relativamente caro en comparación a los precios habituales en México, pero no tanto como para abstenerse de degustar unos suculentos tacos de pescado y camarón. Pasó la noche y nuevamente las estrellas resurgieron radiantes en un espectáculo que alguien de Ciudad de México siempre ha valorado, nada faltaba, todo era perfecto.
Al día siguiente preguntamos sobre esos típicos viajecitos lancheros para snorckelear y posiblemente avisorar alguna ballena perdida del Mar del Cortés, pero como era un lugar muy turístico, los precios eran estratosféricos. El regateo es una tradición mexicana, y seguramente con billete en mano hubiéramos conseguido una buena rebaja, así que fuimos a investigar más precios y reunir más gente para abaratar el costo del posible tour-estafa. A las primeras personas que les pregunté si estarían dispuestos a hacer un paseo en lancha con nosotros, fue a una pareja de argentinos que se mostraron fabulosamente amigables desde el comienzo. Poco a poco el tema de las lanchas pasó al olvido y hablamos de todo y nada: política, televisión, el Che Guevara, los zapatistas y el osado viaje que estos boludos habían hecho para cruzar América Latina. Los ches habían llegado a Sayulita en un automóvil viejito, tenían cerca de seis meses rodando y sus anécdotas eran tremendamente chistosas. Hicimos una buena amistad, juntos nos atardeció y decidimos ir al pueblo para brindar con unas cahuamas (cervezas de un litro) para después regresar a la playa y cantar con la guitarra inspirados por las estrellas. La canción de la noche: El himno zapatista. Caray, sí que fue una velada de curda…
1 comentario:
Caray, Luis. Siempre me emocionan tus posts. Insisto en que, para explicar el motivo de mi travesía, tengo que mencionarte como la principal inspiración. Es tan chistoso, yo nunca he hecho uno de estos viajes, y sin embargo tu historia me recordó al cuentete ese que escribí. Pero hasta los argentinos cagados, qué caray. Acá están las tres partes:
http://textos-serios.blogspot.com/2009/01/bon-voyage.html
http://textos-serios.blogspot.com/2009/02/bon-voyage-parte-ii.html
http://textos-serios.blogspot.com/2009/02/bon-voyage-parte-iii.html
Un abrazote.
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